“Si, si, si… Decidlo un millón de veces ¡Si! Y
luego, un millón de veces más. Y la palabra que habréis dicho dos
millones de veces es… ¡Si!”
No hace demasiado tiempo, acudí
al cine –acompañado de una chica, por supuesto– a ver en la gran
pantalla la última película de Jim Carrey. El cómico actor al que
adorara de niño hacía tiempo que había dejado de hacerme gracia, sin
embargo, las críticas acerca de su nuevo trabajo para el celuloide (que
como todos sabemos, acostumbran a ser ácidas y mojigatas en extremo)
parecían prometer un rato divertido.
Lo cierto es que disfruté mucho
del largometraje y el bueno de Jim logró, como antaño, arrancarme más de
una sonora carcajada; sin lugar a dudas, la historia consigue dibujar
una sonrisa perenne en el rostro del espectador a lo largo de toda su
duración.
La trama discurre alrededor de un divorciado desganado que
afronta la vida con la mayor de las desidias. Rechaza de manera
sistemática cualquier propuesta, a menudo nacida de sus mejores amigos,
que tratan de hacerle ver lo trágico que resulta para uno mismo vivir
encerrado en una autodestructiva rutina, caracterizada por la incuria,
que lo lleva de casa al trabajo y del trabajo a casa, con película de
videoclub para el enclaustramiento del fin de semana.
Sin embargo,
todo cambia cuando el protagonista se ve arrastrado por un antiguo
colega hasta un particular seminario de autoayuda; a partir de entonces,
únicamente podrá decir que “si”a toda propuesta o petición, revelándose
ante él una imparable sucesión de anécdotas y experiencias que lo
llevan a experimentar un profundo y enriquecedor –aunque cómicamente
radical– cambio de actitud ante la vida, todo esto antes de que el
largometraje empiece a verse salpicado por esos extraños tintes
románticos que caracterizan ya a todas las comedias americanas, momento
en que este comienza a hacerse previsible y menos divertido.
Entre
risas, la pantomima me hizo reflexionar sobre esa sencilla regla que
aquel ficticio gurú promovía entre sus muchos seguidores: ¡DI QUE SI!
Desde
hace largo tiempo guardo entre mis notas aquellas destinadas a dar
forma a un artículo que tenía previsto dar a luz con el título de
“estrésate un poquito”, invitando a mis lectores a hacerse con una
agenda en la que distribuir sus actividades con el objetivo de tener
siempre algo que hacer y que jamás cunda la inapetencia.
Lo cierto es que la apatía es una costumbre.
El hábito remolón no tarda en engendrar una desgana que, si continúa
reafirmándose en el individuo confinándolo en la comodidad de su hogar,
termina por devenir en aburrimiento.
El aburrimiento implica una
actitud depresiva por definición, puesto que la distimia – término
psicológico para referir una depresión a menor escala– se caracteriza
precisamente por el abandono y la falta de interés hacia cuanto nos
rodea. Cuando se impone el hastío, elementos como un estado de ánimo
bajo, el deterioro de las relaciones sociales y la sensación de fatiga
física comienzan a ser cada vez más frecuentes, por lo que es algo
definitivamente reñido con lo que aquí llamamos Juego Interno.
En definitiva, podemos decir que estar ocupado ahuyenta las preocupaciones y nos regala una vida más rica
–con más estímulos de los que aprender y disfrutar–, mientras que la
apatía se ve irremediablemente acompañada por un exceso de actividad
mental a menudo compulsiva que, como sabemos, tiene un predominio
egótico y por tanto es fuente de sufrimiento emocional y baja
autoestima. Con motivo de esta verdad, encontramos servicios como la
relativamente novedosa Terapia Ocupacional, disciplina sociosanitaria
que, si bien su principal función es la utilización de actividades de
automantenimiento, trabajo y juego para incrementar la función
dependiente de aquellos con dicha capacidad limitada o en riesgo, se
revela imprescindible para prevenir o hacer frente a trastornos
depresivos.
Amigos míos, el aburrimiento y la monotonía son
peligrosos, y el hábito de entregarnos a ellos una amenaza silenciosa.
Esto no quiere decir que no podamos regalarnos a nosotros mismos un día
de descanso en el que regodearnos en el placer de nuestra propia
holgazanería, pero tal cosa no debería convertirse nunca en una regla.
Tanto
la actividad física como el entretenimiento mental –enfocándonos en
tareas– son requisito fisiológico indispensable para una realidad
interna sana.
El ejercicio aumenta el flujo sanguíneo y por tanto la
oxigenación de todos los tejidos, ¿has observado lo lánguido y mustio
que te sientes cuando permaneces horas y horas tendido en el sofá
después de haber dormido un exceso de horas? El tono muscular baja tanto
que lo único que deseas es permanecer tumbado mientras la desidia
atenaza más y más nuestros corazones. Por otra parte, cuando nos
entregamos al esfuerzo y el sudor resbala por nuestra frente agotada,
todas las preocupaciones parecen desaparecer mágicamente, no solo por el
aumento de la presión sanguínea –que favorece la eliminación renal de
toxinas y demás productos de deshecho– y la oxigenación de nuestro
cerebro, sino también gracias a la acción de las renombradas endorfinas,
auténticos opiáceos endógenos.
Así como solemos centrar
nuestra atención en aquello que anda mal en lugar de hacerlo sobre lo
que marcha bien –que normalmente supera el 90% de todos los elementos
que conforman nuestras vidas–, la mayoría de nosotros parecemos estar
condicionados a decantarnos inicialmente por el “no” y permanecer en la
anodina zona de confort de la que tanto se habla en la Comunidad.
Quizás
sea porque atreverse a decir que si siempre implica un riesgo, o porque
lo desconocido, aún a pequeña escala, siempre ha intimidado al ser
humano –o inspirado a otros que recordamos como extraordinarios–, a
menudo la reacción será refugiarse en una negativa cuando aparece una
nueva puerta ante nuestras narices, desde probar una marca de cereales
diferente para el desayuno hasta decidir si nos vamos o no de viaje a
Zanzíbar.
Por tanto, se me antoja tremendamente positivo elaborar una
sencilla regla mental que fácilmente podamos extrapolar a todos los
aspectos y circunstancias de nuestra vida cotidiana, la cual no podrá
sino enriquecerla considerablemente. Cometeremos más errores, es cierto,
y quizás nos veamos más de una vez en alguna situación incómoda, pero
con esto ganaremos nuevas vivencias y experiencias de las que sacar
jugosas lecciones, además de todos los descubrimientos y anécdotas que
con toda seguridad vamos a cosechar. Dicha pauta se traduce en adoptar
el hábito del “si” y arriesgarse a la aventura fuera de esa zona de
comodidad en la que gusta de refugiarse nuestro subconsciente
adormecido, cosa imprescindible para los que estamos involucrados en las
Artes del Corazón –con su práctica y desarrollo– y el crecimiento
personal. Podríamos describirla de la siguiente manera:
Cuando dudas entre hacer o no hacer algo en concreto, oblígate siempre a decir que SI
Cuando
tengas claro que algo no te conviene o no va a aportarte nada positivo,
un “no” es, por supuesto, la mejor opción. Sin embargo, en todos
aquellos casos en que la duda te asalte, recuerda que un “si” siempre es
para bien –ya sea en mayor o menor medida– y estará contribuyendo a
hacer de ti una persona más abierta, osada y valiente, ¡con todos los
beneficios que eso supone en proceso y contenido!
¿No sabes si llamar
a aquella vieja amiga de cuya conversación tanto disfrutas? –quizás
esté demasiado ocupada o no vea lógica tu actitud después de tanto
tiempo– ¡Coge el teléfono! ¿No sabes si acudir o no a esa cena que te
han propuesto? – no conoces demasiado a algunas personas y existe el
riesgo de que no congeniéis del todo, la situación sea incómoda o te
sientas fuera de lugar– ¡Confirma ahora tu asistencia! ¿No sabes si
abordar o no a esa desconocida que tanto te gusta? –cabe la posibilidad
de que no quiera saber nada de ti, eligiendo rechazarte cruelmente y sin
contemplaciones– ¡Hazlo ahora! ¡Hay mucho que ganar! Desde depurar tu
técnica hasta vivir una apasionada historia con ella.
Conozcamos
gente nueva aunque pensemos que quizás no vayan a ser del todo afines a
nosotros o no compartan nuestros gustos u opiniones, es muy posible que
nos sorprendan gratamente. Del mismo modo, vayamos a sitios aunque
creamos que podemos aburrirnos o que existe la posibilidad de que no
sean del todo de nuestro agrado; tratemos de pasarlo bien y coleccionar
anécdotas aunque en un primer momento podamos pensar que este tipo de
cosas no van con nosotros. En resumen, acostumbrémonos a conceder el
beneficio de la duda.
Apúntate a alguna actividad que te estimule,
cómprate la guía del ocio o atrévete a dar tus primeros pasos con el
emocionante Juego Diurno.
Empecemos a decir que si y llenar nuestra agenda de compromisos. Una tarde desocupada debería ser siempre una excepción.
Esta
regla, precisamente debido a su sencillez, implica un poderosísimo
cambio de actitud que se verá reflejado en todas las facetas de nuestra
vida.
Personalmente, me comprometo a ponerla en práctica desde hoy, y
os invito a vosotros que me leéis a acompañarme con entusiasmo en este
propósito.
¡¡¡SI!!!
Por Henky.
.